Apartarse de las demandas inmediatas del mundo real para sumergirnos en un universo recreado, ya sea el especulativo del filósofo o el reconstruido del historiador, ya sean los reinos imaginarios de la ficción, supone en sí mismo un rechazo de las demandas de productividad.
Por José de María Romero Barea
Ciudad de México, 9 de abril (Culturamas/SinEmbargo).– Nada más útil que una novela si se trata de explorar la inactividad. Para abandonarnos a la ociosidad y la ausencia de objetivos en todas sus lúdicas formas nada mejor que un poema. Frente a la ansiedad de la culpa, la necesaria pausa de la procrastinación. No otra cosa parece sugerir el periodista británico Anthony Daniels (1949), alias Theodore Dalrymple, en su artículo “El valor duradero de los libros sin valor” para la revista londinense Standpoint, de abril de 2019, al afirmar: “Cuanto más leemos, más claro es que no hay libro, por malo o mediocre que sea, que no tenga nada que decirnos. Cada cual revela algo. Por lo tanto, la lectura supone una pérdida de tiempo relativa, ya que podríamos estar haciendo algo mejor o más útil, por ejemplo, leyendo algo mejor. Pero nunca es una pérdida en sentido absoluto, al menos para la mente inquisitiva”.
Apartarse de las demandas inmediatas del mundo real para sumergirnos en un universo recreado, ya sea el especulativo del filósofo o el reconstruido del historiador, ya sean los reinos imaginarios de la ficción, supone en sí mismo un rechazo de las demandas de productividad. Dalrymple se ocupa en su ensayo lo mismo del tratado Rectam ad Vitam Longam (1650) del erudito Tobias Venner, que del contemporáneo drama sentimental Her Frozen Heart de Lulu Taylor. Tras haber leído el primero, escrito hace siglos, apostilla: “Que la humanidad permanezca obstinadamente imperfectible y presa de su propia naturaleza es a la vez desalentador y tranquilizador, ciertamente para alguien para quien la escritura se ha convertido en una necesidad existencial: porque siempre habrá algo de lo que escribir y el material, por desgracia y gracias a Dios, siempre será abundante”.
Trata de contrarrestar lo que debe atenderse explorando las múltiples dimensiones de la inactividad. No idealiza la ausencia de trabajo, sino que privilegia la indiferencia a la creatividad, mientras sostiene que la lectura es una actividad esencial, cuya pérdida nos empobrece imaginativa y emocionalmente. Acerca de la novela de Taylor, el autor de Spoilt Rotten: The Toxic Cult of Sentimentality (2010) argumenta que “puede que falte el humor, que la caracterización sea simple; la historia termina en un aguanieve emocional (los géneros imponen sus reglas como suelen hacer), y hay una resaca del cliché psicológico moderno: adolece de cierre, problemática, curación emocional, supervivencia, autoestima, apoyo emocional y demás. Pero el artefacto en su conjunto no carece de potencial en lo que se refiere a la reflexión”.
Para el psiquiatra inglés, someternos a la actividad permanente del intelecto, ya sea bajo un panfleto o una disquisición, nos permite intuir estados inactivos sin significado ni validez en sí mismos; parece sugerir que existen solo para ser rellenados de contenido. La inactividad de la literatura prevalece así como el negativo de nuestras existencias, supuestamente plenas de actividad y propósito. “Nada escrito carece absolutamente de valor”, concluye el facultativo anglosajón, “siempre nos enseña algo, cualesquiera que sean sus intenciones”. Provechoso es, pues, todo aquello que nos obliga a observar, a esperar, a ser curiosos, a evitar la precipitación. Inmersos en nuestra cultura digital de permanente compulsión, nada más oportuno que lo que nos aleja de la actividad febril. Nada más pertinente que lo que nos distrae.